El ballet clásico desde una mirada de género
Alba Luz Robles Mendoza
Programa Institucional de Estudios de Género
Facultad de Estudios Superiores Iztacala UNAM
Resumen
La corporeidad se encuentra vinculada con todas las acciones de la vida cotidiana de un ser humano, moldeada por el contexto social en el que se encuentra y construyendo las interacciones con las otras personas y con su realidad. El arte del movimiento, conocido como ballet clásico o danza, nace como una práctica corporal, social y cultural que permite construir las identidades femeninas y masculinas reafirmando los estereotipos sexuales que estructuran a los hombres y las mujeres. Por ello, en este artículo se analizarán los componentes de género que se expresan en las y los bailarines del ballet clásico y que conllevan discriminaciones sexuales, trastornos psicológicos y de imagen corporal.
Palabras clave: Danza, género, ballet clásico, discriminación, cuerpo.
Introducción
El término ballet proviene del francés, derivado del italiano balletto que es diminuto de ballo y a su vez de raíz griega y significa bailar. González (2014) la define como la unión de la música y el movimiento siendo la más graciosa y elegante de todas las artes. Asimismo, Diana Herweck (2005) la menciona como una danza realizada con movimientos y posiciones especiales con el cuerpo, que por lo general cuentan una historia (citados en Da Silva, 2017).
La danza es la única de todas las artes que tiene como instrumento el propio cuerpo, por lo que es capaz de demostrar a través de diferentes movimientos las emociones y las representaciones sociales de lo que somos.
La práctica del ballet clásico desarrolla un perfil morfológico específico, ya que se requiere un amplio dominio de técnicas coreográficas y escénicas. Dentro de las demandas realizadas a las y los bailarines, se exige nivel técnico, interpretación artística, musicalidad en la ejecución técnica-artística y belleza escénica corporal (Cañón, Cuan y García, 2016).
La belleza escénica corporal es uno de los elementos más importante que debe cuidarse en la práctica de este arte, la cual está influenciada por la evaluación cualitativa de la gordura-delgadez, la estatura física, la proporcionalidad ósea, la forma muscular, la belleza facial y las capacidades dinámicas de movimiento de la persona que baila (op. cit., 2016).
La imagen corporal se define como la imagen que forma nuestra mente de nuestro propio cuerpo, es decir, el modo en que nuestro cuerpo se nos manifiesta. Por lo tanto, la imagen corporal no está necesariamente correlacionada con la apariencia física real, sino por las actitudes y valoraciones que el individuo hace de su propio cuerpo.
Por otro lado, el cuerpo es considerado un producto cultural, con diferentes usos, de acuerdo con las sociedades en donde se exprese y acorde con los diferentes valores, creencias y cánones estéticos asociados a él. Así, el cuerpo es moldeado por la organización social y llega a ser signo de la pertenencia cultura y del orden social (Mauss, 1966; citado en Cañón, Cuan y García, 2016).
En este sentido, la imagen corporal está formada por cuatro componentes: 1) El componente perceptual, es decir, la percepción del cuerpo en su totalidad o bien de alguna de sus partes; 2) El componente cognitivo, relacionado con las valoraciones respecto al cuerpo o parte de éste; 3) El componente afectivo, que integra los sentimientos o actitudes respecto al cuerpo; y 4) El componente conductual, compuesto de acciones o comportamientos que se dan a partir de la percepción.
La imagen que cada uno se pueda hacer del cuerpo, adquiere un papel destacado en las prácticas dancísticas del ballet clásico, como son las rutinas basadas en la dieta y la gimnasia para la consecución de determinadas metas estéticas; por esta razón es necesario vivir y sentirse bien con la imagen corporal, de lo contrario supone problemas, como es el caso de la anorexia nerviosa (trastorno alimenticio de distorsión de la imagen corporal).
El cuerpo en la danza clásica se construye por los cánones de los estándares del ballet, exigiendo cuerpos europeos, de piernas muy largas, brazos largos, sin busto ni caderas, con cabezas y empeines pequeños, que cumplan con un ideal de belleza y estética artística reflejada en cuerpos trabajados y moldeados por el propio ballet.
La técnica del ballet está conformada por una serie de movimientos estilizados y posiciones que han sido elaboradas y codificadas a través de los años, hasta convertirse en un sistema bien definido, aunque flexible, denominado danza o ballet académico.
Uno de los fundamentos técnicos del ballet es la rotación externa de las piernas, llamado en dehors. Cada pierna debe ser rotada hacia fuera desde la articulación de la cadera. Contempla cinco posiciones específicas para los pies, las cuales son utilizadas en la ejecución de los pasos del ballet, así como también las posiciones correspondientes para los brazos, aunque varían dependiendo de la escuela. La técnica de este arte enfatiza la perpendicularidad del torso, exigiendo a la bailarina o bailarín mantener su eje vertical. Es necesario que todas las partes del cuerpo estén correctamente alineadas y centradas para permitir el máximo de estabilidad y facilidad en el movimiento (Taccone, 2016, p. 6).
El desarrollo del ballet clásico demarca un proceso sociohistórico de significación de los cuerpos masculinos y femeninos que conforman a los grandes actores de este arte y que reflejan componentes de género desiguales en espacios escénicos propios de la historia de esta danza.
Historia del ballet clásico
El ballet clásico nació en las cortes monárquicas europeas como un espectáculo privado de la clase virreinal. La palabra ballet fue utilizada por primera vez por el maestro, coreógrafo y compositor Balthazar de Beaujoyeulx de origen italiano, quien montó los primeros ballets en 1572 para la boda de la hija de Catalina de Medicis y en 1573 para la celebración del nombramiento del Duque d’Anjou como Rey de Polonia, introduciendo las artes italianas a las cortes francesas (Da Silva, 2017).
Beaujoyeulx impuso el inicio de los ballets de cour, espectáculo que marcó la diferencia en el uso de la música, el argumento y la escenografía como un “todo” expresado a través de la danza; contaba con un despliegue de orquestas, bailarines, actores, diseñadores de vestuarios, escenografía e iluminación, lo que dio nacimiento al ballet como espectáculo.
El ballet nació en la Italia del Renacimiento, pero es escenificado e identificado como tal en el siglo XVI en Francia, donde realmente surge como una profesión 80 años después. En 1661 se fundó en Francia la Academie Royale de Danse (Academia Nacional de Danzas).A través de esta, Luis XIV institucionaliza el ballet, siendo la primera escuela de danza en la que se daría inicio a la formación basada en el control total y absoluto del cuerpo.
Beatriz Cotello, historiadora de la ópera y de los orígenes del ballet, menciona que los fundamentos del ballet se encuentran en el Ballet De Comique, obra estrenada en 1581, donde su estructura consta de tres partes: una obertura que presenta el tema, una serie de entrées que desarrollan la trama y un grand ballet que cierra la historia.
El ballet, llamado arte en movimiento, pasa a ser un género teatral que sale de los salones monárquicos a los escenarios públicos en 1713, con el apoyo del coreógrafo y bailarín francés Jean Louis De Beauchamp en la obra Le Triomphes de l´amour, siendo director de la Academie Royale de Danse en la corte de Luis XIV.
Entre los años 1710 y 1756, el ballet era considerado una disciplina esencialmente masculina debido a su estrecha conexión con el teatro, que tenía igual connotación. Estaba prohibido que las mujeres bailaran, así que los hombres ejecutaban los roles femeninos. Después, las mujeres bailaron, pero con ropas gruesas que impedían el movimiento. Pocos nombres de mujeres resaltaron en aquella época, entre ellos, Marie Camargo y Marie Sallé (Barragán, 2014, Da Silva, 2017).
Fue con el ballet romántico donde las mujeres tomaron fuerza en este arte. Las bailarinas se convirtieron en el símbolo que resumía el ideal de belleza femenino de la época: ser una mujer delicada, formal y refinada. El ballet romántico surge a principios del siglo XIX con la época del Romanticismo, y se prolonga aproximadamente treinta años (1815-1845). Fue Charles Didelot, en París en 1815, quien representó Flore et Zéphire en la Ópera de París, donde los bailarines flotaban sobre el escenario, suspendidos por hilos de acero. Fue un descubrimiento para el público que, por primera vez, contemplaba una danza aérea. Posteriormente, Madame Gosselin innova la danza bailando sobre la punta de los pies (en pointes). El primer gran ballet romántico fue La Sílfide, estrenada en la Ópera de París el 12 de marzo de 1832 (Reyna, 1985).
La participación de la mujer en el ballet, de 1840 hasta inicios del siglo XX, produjo inicialmente que la privatización del ballet ópera tuviera como consecuencia la mercantilización del sexo femenino, lo cual provocó que el ballet dejara el espacio del teatro y se ubicara en los lugares de variedades;la danza perjudicaba el status de las artes en general, por lo que la ignoraron y la negaron. Fue como efecto de la Primera Guerra Mundial y de la fuerza que tuvieron los ballets en Rusia que el ballet produce el cambio en los cánones de la belleza femenina e idealiza el cuerpo en la delgadez, la fuerza, la asepsia y la salud, características propias de las bailarinas de ballet clásico, que volvería a ser considerada un arte en movimiento (Barragán 2014).
La preponderancia de las mujeres en el período romántico del ballet fue sobre todo en su carácter de intérpretes, musas inspiradoras, y objeto de representación. La aparición del Ballet Russes, internacionalizó el ballet y abrió paso a la última fase de evolución de éste, llamado neoclásico (Barragán, 2014).
Lara (2016) considera al ballet clásico como una tecnología corporal individualizada desde el poder, basado en escrutar el comportamiento y el cuerpo de los individuos con el fin de anatomizarlos, es decir, producir cuerpos dóciles y fragmentados. Lo considera una disciplina que incluye toda la gama de normatividades sociales que se imprimen en los cuerpos, a partir de la vigilancia y el control social. En este sentido, el cuerpo es considerado como un significante del estatus social, donde convergen prácticas, limitaciones, disciplinas, excesos, ausencias, cuerpos que se consumen y se planifican, se miden y se comparan, para convertirse en uno sólo dentro de una escenografía dancística.
Significados y representaciones de género
Uno de los elementos fundamentales del género se relaciona con las expresiones de lo cultural en las prácticas cotidianas, de lo cual el ballet clásico no está exento.
Primeramente, debemos reconocer que el ballet clásico está envuelto en elementos propios del romanticismo, como el uso de las gasas, tules y zapatillas de puntas. Asimismo, el color rosa prevalece acompañado de movimientos que desafían la gravedad e historias de princesas encantadas cubren las escenografías de sus danzas. La vestimenta define la significación de los cuerpos en un espacio social determinado; la organización de las sociedades participa en los valores y connotaciones que la vestimenta, sea casual o estructurada (uniformes, vestuarios, disfraces o trajes) revierte en los hombres y mujeres. Los cuerpos y sus vestimentas también se encuentran plagadas de significados y determinantes de género que violentan y limitan la igualdad de oportunidades entre los sexos.
El uso de la gasa y tules como vestuario principal en el ballet clásico se debe a la aparición del tutú en 1832. Su nombre corresponde a una onomatopeya francesa que significa fondo; representa un vestido con un corpiño ceñido y una falda larga hasta el tobillo, ligera y vaporosa confeccionada a base de cinco capas de tul de 92 cm. de largo. Fue llamado tutú romántico, diseñado y usado por Marie Taglioni en la obra La Sylphide. En 1870 el tutú romántico sube a la altura de las rodillas usado por primera vez en la obra El Lago de los Cisnes.
Posteriormente se confecciona el tutú a la italiana, que consiste en una falda corta y rígida en forma de disco vaporoso apoyado en las caderas de la bailarina, dejando al descubierto toda la pierna, lo que permite el desarrollo de los movimientos en libertad y con agilidad. Este último pasa a convertirse en el vestuario por excelencia de las bailarinas, siendo principalmente de color blanco. En 1940 el tutú se separa por completo de las caderas, adquiriendo la forma de plato como estructura de soporte, siendo la forma actual utilizada por las bailarinas.
El tutú no solamente representa un significado de pertenencia y reconocimiento del arte dancístico del ballet clásico, sino además un papel jerárquico de la bailarina dentro de la producción escénica en la que se encuentre participando, la que implica una responsabilidad y presión social de su papel en el ballet. Para las mujeres que incursionan tanto en el ballet como en las danzas en general, el reto se centra en ir escalando hacia un mayor nivel de profesionalismo que les permita responder a la exigente competencia entre bailarinas. Se mantiene el prototipo físico de finales del siglo XIX: delgadez, esbeltez, musculatura definida, extremidades alargadas, simetría, torso corto, cuello largo y flexibilidad, lo que provoca en las mujeres un estigma estético hacia el cuerpo femenino y por tanto hacia lo esperado como mujer (Barragán, 2014).
Por otro lado, las zapatillas de puntas son aquéllas que tienen en el extremo un taco formado por capas encoladas y fusionadas a temperatura alta, y cuya punta termina en una pequeña superficie plana para poder mantener el equilibrio en ella; surge para desmaterializar el cuerpo, expresión utilizada en el período romántico del siglo XIX para luchar contra la gravedad e incorporar a las zapatillas de punta como auxiliares de la pretensión de la liviandad (Mora, 2011). Las llamadas puntas son sólo usadas por mujeres que requiere un entrenamiento previo, garantizando una postura corporal correcta además de equilibrio y fortaleza en tobillos, arcos y empeines.
La zapatilla de punta es un elemento indispensable para el entrenamiento de la bailarina clásica. Ella es preparada durante años en la técnica de los movimientos con la zapatilla de media punta o blanda, para luego entrenarse con este tipo de calzado. La zapatilla de punta recrea la ilusión óptica y la sensación física de que la bailarina está flotando sobre el escenario como un ser semi-alado o angelical. Debe pretender y disimular todo gesto no sólo corporal sino facial de dolor o incomodidad por el doloroso uso de este tipo de zapatilla, ya que son extremadamente dañinas para los pies, ocasionando no solamente callos, llagas, ampollas y uñeros, sino también deformidades óseas. Las zapatillas de ballet se asemejan a la restricción del movimiento físico de la mujer en el uso de los zapatos de taco alto o de aguja, y en caso extremo, de las ataduras de los pies de las niñas y mujeres en la antigua China (Petrozzi, 1996, p. 3).
Las zapatillas de ballet pasan a ser, de prerrogativa del vestuario de la bailarina, a ser parte de su identidad, convirtiéndose en el principal punto de su reconocimiento.
El tutú y las zapatillas de punta son, hoy en día, signos de fantasías femeninas y de princesas de cuento de hadas, que se usan frecuentemente como disfraces de cumpleaños de niñas y quinceañeras, generando los estereotipos sexuales y de identidad femenina acorde con lo esperado para este sexo.
También es importante analizar el uso del color rosa en las mallas y leotardos de las bailarinas, color que ha sido atribuido a los estereotipos del rol femenino; sin embargo, en el ballet clásico este color tiene una connotación más técnica que de género, ya que es el tono que permite una mayor visibilidad de los músculos durante el desarrollo de los ejercicios de entrenamiento, lo cual es indispensable para que el docente corrija a sus estudiantes en sus posturas y movimientos (Lara y Vélez, 2015). Aun así, es usual que las mallas de entrenamiento y vestuario sean de color rosa atribuido a los femenino en características de emotivo, leve, suave y delicado.
Por último y no menos importante, es comentar sobre la importancia de la esbeltez en el cuerpo de la bailarina. Vincent (1979) planteó que, si bien es cierto que el ballet brinda beneficios al ser una actividad física, el ideal de estética que este arte trae consigo, pone en riesgo la imagen corporal del bailarín o bailarina asociándolo a pesos corporales bajos (citado en Benzaquen, 2016).
Las bailarinas pasan horas frente al espejo, donde sus cuerpos están estrechamente examinados por ellas mismas y por los demás. Testimonios de diversas bailarinas afirman que la extrema delgadez que se ponían como meta para mejorar su danza, no les permitió medir la gran consecuencia que esto traía consigo: el no poder continuar bailando debido a que no tenían fuerza para hacerlo (Herbrich, Pfeifer, Lehmkhul y Schneider, 2011; citados en Benzaquen, 2016).
Los cuerpos de las bailarinas son la herramienta para la construcción de su arte. El entrenamiento en el ballet clásico crea un particular desentendimiento de las necesidades del cuerpo cuando éste reporta que algo no se encuentra bien. Muchas bailarinas desarrollan desórdenes alimenticios como la anorexia nerviosa o bulimia (vómitos auto provocados), debido a que desean llegar al ideal estético que el ballet requiere. Saben que gran parte de la presión que existe al competir por la selección, aprobación y la subsistencia en su trabajo se debe a su físico, siendo resultado de ello que los mismos profesores(as) consideren la delgadez femenina en asociación a un mejor desempeño, lo que trae como consecuencia una imagen corporal negativa y falta de autoestima en la mujer.
Según Garner (1998), un componente importante del desarrollo de los desórdenes alimenticios es el perfeccionismo, entendido como el grado en que la persona cree que sus resultados deben ser excelentes, y de esta manera se convierte en una condición vulnerable para la bailarina clásica, quien lo asocia con la búsqueda de la impecabilidad y el establecimiento de altos estándares de desempeño dancístico acompañado de evaluaciones excesivamente críticas a la conducta de ella misma (citado en Benzaquen, 2016).
A pesar de que la bailarina ha sido motivada y entrenada para demostrar un ilimitado sentido del movimiento y equilibrio, el ballet clásico no permite que la bailarina se defina a sí misma, pues los movimientos ya están codificados desde hace muchos años, marcando así un solo tipo de movimiento valedero dentro de este arte dancístico (Petrozzi, 1996).
La valoración corporal, que históricamente se les ha adjudicado a las mujeres a partir de sus características físicas como objetos de deseo (hablando en el espacio del arte, como musa para artistas, pintores, escultores, escritores, etc.), refirman el estereotipo de género femenino relacionado con la belleza y la representación del cuerpo sexuado. En este sentido, es importante diferenciar entre el ballet clásico y la danza moderna.
En el ballet, las puntas perfectas tratan de lograr un movimiento “lo más limpio técnicamente posible”, siendo su principal logro, mientras que la danza moderna se concentra en la transmisión, a través del movimiento, de otras formas de expresión más liberadoras, aunque para esto también se requiera un esfuerzo físico. La práctica artística de la danza moderna, que también implica una práctica corporal, se comprende como una herramienta adicional que proporciona poder y placer. Las mujeres que han podido acercarse a esta disciplina, mencionan que permiten experimentar sensaciones corporales difíciles de percibir en otros espacios, lo expresan como una especie de espiritualidad y así la definen desde su subjetividad; la danza como un “lenguaje espiritual” (Oliva, 2016).
En este sentido, el aporte de las mujeres artistas surge por la resignificación del cuerpo, intrínseco a la práctica de actividades artísticas, que proveen sensaciones corporales opuestas a las que dictan los mandatos sociales de feminidad. Para las mujeres artistas, el cuerpo femenino se resignifica de una manera única y deja de ser un cuerpo sexuado, cosificado y expropiado, comprendiéndose como una transición de “cuerpo objeto” a “cuerpo sujeto” (Oliva, 2017, p. 70).
La masculinidad del ballet
Si definimos el concepto de estereotipo como la imagen estructurada y aceptada por un grupo de personas representativa de ese colectivo, los estereotipos de género relacionados con lo masculino visualizan al hombre con los “roles propios” a su sexo. Es decir, esperamos un varón fuerte, agresivo, viril y con gustos relacionados con estas características, gustosos del fútbol soccer o americano, el box o las luchas, donde el lenguaje y las actitudes se tornan violentas y dominantes.
Existe una falsa noción al respecto de que la desigualdad social entre los géneros sólo perjudica a las mujeres. En algunos contextos, como en la práctica del ballet, los hombres son los que llevan la peor parte en relación a su género, a su identidad y a su sexualidad como una masculinidad subordinada. La marginación es siempre relativa a una autorización de la masculinidad hegemónica del grupo dominante (Lara, 2016).
Hablar de un hombre al que le gusta el ballet implica colocarlo como contrario a lo esperado de este estereotipo de género, donde el imaginario colectivo coloca a la figura predominantemente mujer envuelta en gasas y tules, en zapatillas de punta y en movimientos suaves propios de la femineidad.
Lara y Vélez (2015) mencionan que el ballet es un mal lugar desde la perspectiva patriarcal donde la masculinidad hegemónica problematiza la identidad masculina. Esto conlleva desigualdades de género y discriminación que van desde actitudes homofóbicas, hasta comportamientos de rechazo, burlas, críticas y descalificaciones hacia los varones en el querer encontrar los estereotipos de masculino y femenino reforzados por la sociedad.
Sin embargo, los grandes coreógrafos del ballet clásico mencionan que los hombres son una parte fundamental de la escena; los giros, vueltas en el aire y grandes saltos requieren de una destreza armónica y fuerza que las mujeres no pueden realizar, colocando a una nueva masculinidad intrínseca en el propio arte del ballet; habrá entonces que conocer el significado de la masculinidad del ballet y sus procedencias.
La historia del ballet clásico como una manifestación artística europea coincide con que la totalidad de sus teóricos hasta el siglo XX son hombres, lo que significa que ha sido escrita desde una perspectiva masculina, ocupando los bailarines varones un lugar preponderante en los escenarios, donde a las mujeres se les prohibían resaltar, por ser un lugar público.
Fue la llegada del Romanticismo que colocó al ballet romántico como el lucimiento femenino, exaltando las características de liviandad, belleza y suavidad, propios del estereotipo de la mujer; ejemplo de ello es la creación de las zapatillas de punta, donde los varones comienzan a ser vistos como afeminados (quienes no utilizan estas zapatillas sino de media punta). Actualmente, hombres y mujeres pueden combinar sus talentos específicos en una coreografía pensada tanto para bailarinas como bailarines, donde los movimientos masculinos deben ser controlados, activos y poderosos, sin traspasar los límites de la masculinidad hegemónica idealizada. Esto dio pauta al desarrollo de la danza moderna y posteriormente a la danza contemporánea (Lara y Vélez, 2015).
Es importante mencionar que también la masculinidad del ballet clásico tiene que ver con el contexto en el cual se desarrolle, ya que en países donde la danza clásica es una tradición, no hay problema con que el hombre baile; sin embargo, en México se asocia con preceptos de homosexualidad y afeminamiento, debido al arraigo de la concepción del cuerpo como una expresión de las relaciones de poder entre hombres y mujeres.
Conclusiones
El cuerpo como fenómeno cultural es un lugar de sensaciones, placeres y deseos individuales y sociales y no solamente un espacio de atributos físicos. El cuerpo es vestido, maquillado, arreglado y modelado en prácticas sociales y culturales propios de cada género, que revisten su identidad, resaltando sus capacidades y cubriendo sus debilidades. Es entrenado para construir su imagen corporal, donde refleja las significaciones socioculturales de lo simbólico, es decir, las relaciones de poder, las experiencias vividas, las interacciones sociales, las normas y valores, condiciones de vida y los procesos y dinámicas de relación que hombres y mujeres tenemos día a día.
Las y los bailarines deben estar capacitados para controlar sus cuerpos al extremo, bailar a pesar del dolor y el agotamiento, acarreando consigo lesiones físicas, incapacidades y cargas emocionales. Esto, obedeciendo al constructo histórico de la estética del ballet que canoniza la belleza y la técnica, a las cuales están sujetos.
Asimismo, los cuerpos, como cuerpos sexuados, están cargados de sentidos y significados que determinan la forma en que los hombres y las mujeres viven su sexualidad y género. El cuerpo no es un objeto, es el ser en su realidad y en donde formamos lo que somos en el mundo en virtud de nuestro cuerpo. En el hacer cotidiano se está construyendo el ser hombre o mujer; en palabras de Judith Butler, en actos performativos, cuya capacidad de acción, transforman los cuerpos.
La práctica del ballet clásico implica el contacto directo con el cuerpo y su ser sexuado, colocando la identidad sexual y de género como una expresión de su ser en la danza, enfrentándose a las formas dicotómicas de la representación sociocultural de lo femenino-masculino. Propios de ello, y encarando lo dicotómico, la violencia de género será intrínseca como un pasillo de prácticas sociales que en el arte del ballet clásico permanecerá constantemente.